HISTORIA:
Todo apunta a que el origen de este sabroso plato es francés, ya que su nombre deriva del verbo croquer (crujir), o más exactamente de su derivación en diminutivo croquette (crujientita). En esencia, la idea consiste en dotar de un rebozado crujiente a algún tipo de bolita realizada con un relleno untuoso. Su invención la reivindican desde el cocinero de Luis XIV, hasta los cocineros que acompañaron a Catalina de Medid a Francia. La primera referencia escrita data de 1691, año en que se publica el recetario Le cuisinier roial et bourgeois. El libro aporta 15 recetas de lo que llama croquets, que eran bastante distintas a nuestras croquetas. Contaban con el empanado y fritura exterior que les da su cualidad crocante, pero prescindían de interior cremoso que aporta la bechamel, para sustituirlo por una suerte de farsa o picadillo realizado a base de carne, huevo, trufa y diversas hierbas aromáticas. De modo que, si se considera la bechamel como un ingrediente indispensable, habría que retrasar su origen hasta 1817, en el que el cocinero Antoine Cámere da forma redondeada a pequeñas porciones de bechamel fría, recubiertas de una capa de pan, con el toque crujiente mediante la fritura. Las bautiza como croquettes a la royale, y las sirve en la cena en honor del archiduque de Rusia. El plato gusta y se difunde por las diversas cortes europeas. La croqueta moderna llega aún más tarde. La hambruna y la crisis que acompaña a la pandemia conocida como “la gripe española” 1918-1920, convierte a la croqueta en un plato de cocina de aprovechamiento.
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